viernes, 20 de febrero de 2009

La "begnéfica" sobre los campos




Ayer, 19 de febrero, cambió el tiempo. Después de unos días de sol y de calor, llegó la lluvia reparadora.


Esta lluvia me hizo recordar aquellos días en La Aldea en que caía una fina lluvia, persistente, que dejaba un olor a mojado que aún hoy recuerdo con placer y mucha nostalgia.


Los olores a tierra mojada se impregnaron en mi cerebro y morirán conmigo. También quedaron aquellos colores de las hierbas, de las plantas y árboles cuando la fina lluvia los acariciaba.


Era un infinito placer el caminar y correr por los caminitos entre la hierba o entre muros de piedra resplandecientes por el agua de la lluvia.


Recuerdo a mi abuelita Eloísa que, cuando llovía, se asomaba por la ventana de la cocina, donde podía apreciar un paisaje maravilloso de montañas y, en las cercanías, fincas con cultivos de tomateros, árboles y hortalizas. Entonces, feliz, exclamaba:


-"La "begnéfica" sobre los campos!


Esta expresión ha pasado de generación en generación hasta el día de hoy. A mí me place decirla cuando llueve. Me siento muy a gusto gritándola a los vientos, recordando aquellos viejos tiempos entrañables con mi abuela.


-La "begnéfica" sobre los campos.


Cada vez que llueve se me agranda mi alma pronunciando las palabras de aquella viejita adorable que era mi abuelita Eloísa.


Ella nos defendía cuando mi abuelo o mi madre pretendían castigarnos por alguna diablura que habíamos hecho:


-No te atrevas a pegar a los niños, exclamaba protectora.


Y todo volvía a la calma, mientras nos protegía en su regazo. Nadie se atrevía a tocarnos, ante su amor y determinación.


¡Quién no tiene entrañables recuerdos de sus abuelos!


miércoles, 4 de febrero de 2009

La Aldea de San Nicolás. El camión de la Presa

Tortilla de papas. -Se me hace la boca agua, "usté".

Mi padre era un enamorado de la conducción de vehículos. Empezó a manejar a la edad de 15 años, cuando transportaba tomates desde el pueblo hasta el Muelle.

Él me contaba que su padre le ponía la segunda velocidad y llegaba a la playa sin cambiar. Para regresar, alguien le ayudaba a poner la misma marcha para llegar al pueblo. Así hasta que aprendió a conducir. A los 18 años sacó la licencia y estuvo conduciendo hasta los 85.

Trabajó de chófer en un camión de la Constructora de la presa de El Caidero de la Niña. Entró a trabajar en sustitución de su amigo Celestino que se había lesionado de forma permanente.

El camino a las presas, que era estrecho y de tierra, sin ninguna protección, era, por ende, sumamente peligroso. La peligrosidad aumentaba debido a que el camión era viejo y se encontraba en no muy buenas condiciones.

A pesar de todo eso, era un camino precioso, a lo largo del Barranco Tejeda - La Aldea.

Se sale del pueblo y se encuentra uno el barrio de El Molino de Agua, construido en la falda de una montaña, luego pasamos tres puentes y se llega a Salado, de muy pocas casas. Después de pasar el barranco de Tifaracás, se sube un desnivel considerable, utilizando unas cerradas curvas en zig zat hasta lo alto. A continuación se sigue hasta la Presa, y, a unos 500 m, se encuentran las casas donde se alojaban los trabajadores.

Varias veces se rompió el camión por lo que mi padre tenía que volverse caminando.

Una vez le pasó eso en la víspera de Reyes. Mi madre, mi hermana Marisa y yo estábamos esperando muy preocupados porque mi padre no aparecía. Al fín llegó a tiempo de colocar los juguetes en los zapatos de mis hermanos y en los míos.

Otra vez, yo le acompañaba cuando se rompió el camión en horas de almuerzo. Y como se tardaba mucho en recorrer los kilómetros, hasta llegar a la casa, me entró tanta hambre que le dije:

-Papá, ¿cuánto pagarías por una tortilla de papas calentita?

Y mi padre, para alargar la conversación, me contestó con otra pregunta:

-¿No será mejor unas papas sancochadas con sardinas?

Seguro que ocupados en esa charla gastronómica, se me pasó el tiempo hasta llegar a la casa.