lunes, 22 de diciembre de 2008

La Aldea de San Nicolás- La finca de Castañeta


Higuera de higos blancos
La finca de Castañeta es un lugar entrañable, del que tengo muchos recuerdos. Desde pequeño estuve muy relacionado con ella.
Se encuentra situada entre el Barranco de Tejeda - La Aldea, y una cadena montañosa.
Los primeros recuerdos que tengo es cuando caminaba con mi padre entre los tomateros, que ya estaban "amarrados al burro", esto quiere decir que se encontraban ya a la máxima altura. Yo iba delante de él. De buenas a primeras miraba hacia atrás y ya no lo veía. Mi alma daba un vuelco, de miedo. Yo gritaba llamándolo:

-Papaaaaaa

Y el aparecía siempre sonriendo:

-Estoy aquiiiiiiiii.

Y así se repetía una y otra vez hasta que me di cuenta que era un juego entre ambos.

Finalmente llegábamos a una enorme higuera de higos blancos que me parecía un gigante de grandes brazos. Bajo su sombra nos sentábamos a comer unos deliciosos higos.

Durante la zafra del tomate se cosechaba mucha fruta que era recogida por los camiones en grandes cajas. Terminado el periodo de los tomates se plantaba millo (maíz).
Siempre se recogía gran cantidad de piñas, mazorcas. Luego se hacían juntas entre los medianeros, vecinos y familiares para desgranar el millo.

Una vez me pareció tan enorme la cantidad de piñas que le dije a mi madre:

-Mamá, mamá, papá es rico.

-¿Y de qué, mi niño? -Me preguntó ella.

-Yo, feliz, le respondí:

-De palotes (llamados carozos, piezas que quedan tras desgranarlas).

A un lado de la finca mi padre construyó un hermoso gallinero del cual estábamos todos orgullosos. En cierta época se escuchó que había un ladrón de gallinas rondando por el pueblo. Yo, ni corto ni perezoso, me fui al gallinero y clavé unos palitos delante de la puerta para que el presunto ladrón no pudiera abrirla para robarnos las aves.

Gracias a Dios que aquel sujeto no apareció por allí.

¡Bendita inocencia!
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Foto tomada de la Red

domingo, 14 de diciembre de 2008

Vamos a la playa

Al fondo El Roque, al final de la playa hay una cueva donde siempre nos situábamos.

En verano mi padre nos solía llevar a la playa con su camioneta, que usaba para recoger los tomates de las fincas y llevarlos al almacén. Nada más saberse que él preparaba el viaje, invitábamos a algunos primos, amigos y vecinos.

Siempre nos situábamos por la zona de El Roque. Llevábamos bocadillos de tortilla, de queso y de sardinas en conserva, en aceite o en tomate.
Almorzábamos en la sombra del gigante roque. Luego, mientras los mayores descansaban o charlaban, nosotros jugábamos en la orilla de la playa o en el agua.

Cerca de El Roque se había establecido una Destilería de ron que llamábamos el Alambique, de los Rodríguez Quintana. Fabricaban un ron de alta calidad.
Una vez habían arrojado los restos de la caña de azúcar, después de haber extraido el jugo, al camino por donde pasaba la camioneta. Con la fermentación de los restos desprendía un mal olor impresionante, de tal forma que todos los chiquillos, con los dedos tapándonos la nariz, empezamos a cantar:

- Fo, fo y siempre fo.
- Fo, fo y siempre fo.
- Fo, fo y siempre fo.

De esta forma llegamos cantando la canción hasta el pueblo debido al mal olor, pues se habían quedado restos en las ruedas.
Durante muchos años, cuando había algún mal olor siempre cantábamos la misma canción, recordando aquella situación que, después de todo, fue divertida.
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La foto me la regaló mi amigo Paquito.
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miércoles, 10 de diciembre de 2008

La promesa

De pequeños tenemos conceptos arraigados, ya sea por tradición familiar o por educación. Es el caso de las promesas.

Recuerdo que los mayores las ofrecían si mejoraba la salud de algún familiar o si tenían éxito con algún proyecto o gestión importantes.

Algunas personas ofrecían asistir a misa durante tres meses, días tras día. O avanzar de rodillas, en la Basílica del Pino, desde el pórtico hasta postrarse a los pies de la Virgen.

Y así podríamos enumerar numerosas promesas y los distintos motivos que las sustentaban.

Los niños no estábamos ajenos a esta tradición.

Recuerdo que una vez mi amigo Paquito y yo prometimos ir, si aprobábamos el curso, durante los meses de verano, dos veces en semana, hasta una cruz situada detrás de unas montañas.

Cada vez partíamos contentos a cumplir nuestro deber, provistos de un bocadillo y una cantimplora de agua. Después de dos horas de recorrido, llegábamos y rezábamos unas oraciones, y seguidamente nos volvíamos contentos por el deber cumplido.

Una vez hubo desacuerdo con el día en que debíamos ir a la cruz. Yo no quería ir y él se negaba a modificar el plan previsto.

Mi amigo se empeñó tanto que decidió ir solo. Yo no lo creía capaz, pues era un lugar muy lejano y solitario adonde teníamos que ir. Así que partió, pero yo le seguí a la distancia, sin ser visto.

De esta guisa anduvimos todo el camino y cuando llegamos a la cruz me acerqué a saludarle.

-Paquito, te iba siguiendo y tú ni te percataste- le dije.

-Eso crees tú, desde el primer momento vi que me seguías, pero me hice el desentendido- me contestó.

Otra vez prometí ir a misa cada día, de forma consecutiva, durante un mes, por haber aprobado, pero como ésta se decía a las 7 de la mañana, era fácil que me saltara un día, por lo que se invalidaba la serie y tenía que empezar de nuevo.

Como vi que era muy difícil cumplir aquella promesa, le escribí al Papa para que me la perdonara o para que me la conmutara, puesto que yo había leído que él tenía la facultad de hacerlo.

Del Vaticano me contestaron que lo tratara con mi párroco que él me daría la solución.

Me decepcionó la respuesta del Papa.

Al final creo que ni hablé con el párroco, ni cumplí la promesa.
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